Publicado en el diario La República el 18 de setiembre del 2015
Debo admitir, y con mucha alegría, que la persona que busco a diario como el cimiento de mi vida y de mi discernimiento es un hombre hereje e itinerante, Jesús de Nazaret.
Debo admitir, y con mucha alegría, que la persona que busco a diario como el cimiento de mi vida y de mi discernimiento es un hombre hereje e itinerante, Jesús de Nazaret.
Recordemos que, según el diccionario, hereje es aquel que cuestiona -con un concepto controvertido o novedoso- ciertas creencias establecidas en una determinada religión.
¿Cómo puede ser que la Revelación de Dios se dé en el hereje por excelencia?
Había salido Jesús ya de su pueblo hacia Cafarnaún, cuando se iniciaron los entredichos con los maestros de la ley, miembros del grupo de los fariseos. En Marcos 3, 1-6 podemos apreciar a todas luces lo que significó Jesús para la religión oficial y la sociedad judía de aquellos años.
“Entró (Jesús) de nuevo en la sinagoga, y había allí un hombre que tenía la mano paralizada. Estaban al acecho a ver si le curaba en sábado para poder acusarle. Dice al hombre que tenía la mano seca: «Levántate ahí en medio». Y les dice: «¿Es lícito en sábado hacer el bien en vez del mal, salvar una vida en vez de destruirla?» Pero ellos callaban. Entonces, mirándoles con ira, apenado por la dureza de su corazón, dice al hombre: «Extiende la mano». Él la extendió y quedó restablecida su mano. En cuanto salieron los fariseos, se confabularon con los herodianos contra él para ver cómo eliminarle”.
Jesús parte de Nazaret y es en esa vida itinerante entre los más necesitados y pobres de la región, que se convierte en símbolo vivo del Reino de Dios y de su fe en él, de la dignidad y libertad para los olvidados y marginados.
Jesús rompe con la autorreferencialidad de la religión y la observancia rigurosa de la norma y la tradición que situaban en segundo plano, la búsqueda del bien de la persona. Nos muestra con claridad que el Reino de Dios va gestándose desde donde son libradas las luchas para terminar con las injusticias que se dan contra los pobres, enfermos y marginados. Es tanta la ceguera y el cuidado de las formas de la religión por parte de los fariseos que éstos, indignándose ante la acción de Jesús, incluso maquinan su asesinato.
Transcurridos dos mil años pareciera que poco ha cambiado. Como Iglesia no podemos sentirnos los únicos portadores de la verdad a través de los dogmas y las doctrinas. Tampoco se trata, si nos sentimos parte de ella, de caer en el abandono total de las mismas; tenemos que ir más allá de ellas, con una visión amplia que trascienda en la elección (hereje tiene su procedencia etimológica en elección u opción) de la búsqueda evangélica, de la misericordia que hermana y del bien para los que más necesitan, para volvernos “próximos” de ellos. El mundo, “creyente” y “no creyente”, necesita de esa herejía y no de portadores absolutos de verdades que segregan y abren heridas profundas.
El cuestionar y confrontar, desde nuestra íntima relación con el Dios de Jesús y contemplando la realidad de nuestra sociedad, las doctrinas de una institución que ha comenzado a caminar en estos últimos dos años a pasos más acelerados de los acostumbrados, nos llenan de esa presencia luminosa y de la radicalidad con la que nos empapa el Evangelio. Así podremos obtener lo que nos motive a descubrir por dónde va nuestra felicidad en esta vida, en el que la búsqueda de justicia es un imperativo.
Sepamos, “creyentes” y “no creyentes”, que un hombre caminó y vivió movido por lo que sentía en lo más profundo de su ser, en la búsqueda de un mundo mejor y digno.
Nuestra fe es revolucionaria, mencionó el papa Francisco en su viaje por Sudamérica. Agregaría que la fe de cada persona puede llegar a serlo en cuanto salgamos de nosotros mismos y ampliemos nuestra mirada hacia las fronteras, hacia las periferias.
La esencia misma de esa fe es Jesús, el hereje itinerante.