domingo, 20 de marzo de 2016

Semana (del) Hereje

Te reciben como a un héroe triunfante. Estuviste con aquellos olvidados y marginados, ¿no son aquellas mujeres que te limpian el rostro con agua las que acogiste con amor en tu grupo? ¿no son esas personas que gritan jubilosa tu nombre las que se alimentaron del pan compartido y de tu palabra? ¿no son aquellos que caminan a tu lado tus hermanos Pedro, Juan y el resto de los doce con los que viviste? ¿no son esos hombres que tratan de tocarte a los que sanaste en sábado y les devolviste su dignidad a pesar de las críticas de los sacerdotes y maestros de la ley? ¿no es esa multitud que te acompaña a la que le mostraste al Dios del Amor?
Llegas a la gran ciudad a celebrar, con los que amas, la pascua; pero es en Jerusalén, la ciudad santa, donde te esperan con ganas de eliminarte por ser un indeseable, un blasfemo, un hereje, un quebrantador de “la ley de Dios”.
Tu presencia ocasiona el temor de perder el control y el poder por parte de los guardianes de la fe, de los que dirigen la religión.
Comes con tus hermanos y una vez más te comportas como un servidor con ellos, como el amigo que ama y les pides compartir tu cuerpo y sangre. Ellos no entienden tus palabras, tus gestos ni acciones.
Uno de los tuyos perdió la confianza porque esperaba un mesías liberador militar y busca su seguridad en una bolsa de monedas con la que te traiciona y entrega al poder religioso-militar judío.
Te juzgan de madrugada como no lo hacen con nadie. La sentencia está determinada antes de haberte aprisionado.
Colocas al ser humano por sobre la ley, revolucionas lo establecido por lo tanto eres un hereje y debes morir por ello.
¿Dónde están tus hermanos y amigos? Te abandonan y niegan. El miedo los embarga, confunde y paraliza, los hace esconderse. Estás solo.
Eres conducido ante la autoridad romana quien ordena golpearte y luego liberarte, pero los sacerdotes y maestros judíos no están contentos, necesitan la seguridad de seguir siendo los guardianes de la ley, de ser los que dirigen la religión y el templo. El gobernador romano elige salvar a otro inculpado y ratifica la condena a muerte, pero no cualquiera, sino la que solo se aplica a los criminales más despiadados, la muerte en cruz.
Tu cuerpo es ya un despojo y así eres conducido al monte de la calavera cargando tu propio instrumento de muerte, mientras que María tu madre, María de Magdala y tu hermano Juan siguen tu camino llorando al verte destrozado.
Te desnudan antes de crucificarte. Desde la cruz le reclamas al Padre. Tu humanidad, el dolor y el saber que vas a morir desencadenan ese grito “Padre ¿por qué me has abandonado? Sin embargo eres consciente de que aquello es imposible y de que tu naturaleza de amar desde el fondo de tu corazón como lo hace el Abba, te permite perdonar a los que te están matando. Y es así como tu último aliento se extingue.
Jesús, al morir, fracasaste en tu proyecto del reino humanizador de Dios.
Tu madre y algunos más te llevan al sepulcro. Es aquí que ocurrirá el misterio por el cual dos mil años después seguimos confiando en el Amor, en el Dios que nos mostraste. Tus hermanos interiorizaron tu vida, pasión y muerte. Trascendiste, estás en cada acción que realizan, en cada reunión, en cada conversación. ¡Jesús, resucitaste!
La muerte no es más muerte, el fracaso no es más fracaso. Jesús, vives ahora más presente que antes. Estás en todo momento amándolos, amándonos. Todo lo haces nuevo, creas inquietudes, locuras de amor por la creación. Ahora entendemos que la voluntad de Dios es nuestra esencia más profunda, la esencia de nuestro verdadero yo, de nuestro verdadero ser. Lo divino solo se puede concebir desde el amor por lo humano. ¡El reino de Dios ya está con nosotros y es el reino de la búsqueda de justicia, de paz, de dignidad, es el reino del Amor! 

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